Siempre es de agradecer que la vida, Fortuna, Dios, el destino o quienquiera que sea nos vaya poniendo zancadillas en nuestros más absurdos anhelos. Y es que no es extraño empecinarse en cosas para nada convenientes a nuestra preciada alma inmortal, por más atrayentes y adecuadas que nos parezcan.
Estoy en una edad en la que he vivido las suficientes decepciones como para reconocer mis aciertos y alegrarme tanto por unas como por los otros; y, como dice Kipling, tratar a ambos como a dos impostores. Lo que son.
De bien nacidos es ser agradecidos, y yo lo soy. Me considero afortunada, incluso privilegiada, porque, a menudo, aquello que me ha sido negado, ha resultado ser lo mejor que podía sucederme. Por ejemplo, cuando pienso en algunas amigas o conocidas (esto vale también a la inversa para el sexo masculino) que se empeñaron en parejas absolutamente desagradables y la vida se las concedió, lo que no les procuró, ni les procura, una felicidad ni siquiera medianamente aceptable. A mí, sin embargo, me los quitó de en medio: mi carácter era insufrible incluso para ellos, dándome después la satisfacción de encontrarme con el mejor de los mortales. ¡Alabado sea el Señor!
Es cierto que escogí —o, mejor dicho, me dejé escoger— una profesión que me espantaba, aunque económicamente no me pude quejar. Pero, después de un tiempo, demasiado largo quizá, la vida me redirigió hacia donde verdaderamente me reconozco, por lo que me siento de nuevo agradecida.
Ando en esto porque esta mañana, bien temprano, en mi caminata habitual después del primer café, mientras dejaba volar la imaginación en la construcción mental de una nueva historia policiaca, pasé junto a una oficina situada a puerta de calle de una empresa que, después de tentarme para el mismo tipo de trabajo espantoso que realicé durante tantos años, enmudeció para siempre sin llegar a materializar la oferta, lo que en un principio casi me molestó. A lo que iba, el local es pequeño y toda su fachada es de cristal, por lo que se puede ver el interior con solo echar un vistazo. A esa hora temprana solo había una persona, el jefe —seguramente los otros estarían desayunando—. El sujeto no hacía nada excepcional, o sí, según se mire, porque con una mano sostenía el teléfono móvil, imagino que mirando las redes sociales o los estados del WhatsApp de sus contactos, y con la otra, la que le quedaba libre, se enzarzaba con absoluta diligencia en sacarse un moco con el dedo índice. No me detuve, por supuesto, no quería estorbar por nada del mundo, pero los escasos metros de fachada se me hicieron eternos. Y justo entonces comprendí de nuevo la inmensa suerte que tuve al ser rechazada, ignorada o sepultada bajo el peso de la ignominia porque esa última zancadilla me llevó a no encontrarme tan de mañana en la mesa de en frente de este magnífico hurgador de nariz. Cosa que, verdaderamente, no habría podido soportar.