Mi vicio más descarado, tal vez motivado por ese afán de inventarme historias, ha sido siempre observar a la gente y después dejar volar la imaginación. Me basta con sentarme en un café ―antes mejor, ahora con la mascarilla y a dos metros de distancia cuesta más afinar la oreja―, escuchar alguna que otra frase y observar con curiosidad comportamientos y gestos. Esa chica de ojos llorosos clavados en la pantalla del móvil, la pareja que evita mirarse o los que discuten por cualquier causa. También los hay felices y enamorados, no digo yo que no, y gente seria, honrada y trabajadora, inteligente y educada que saluda siempre con una sonrisa. Pero a mí los que más me divierten, diría que me deleitan especialmente, son esos tipos fatuos que, en la barra del bar (ahora en esas mesitas altas), toman un cortado y media de picadillo y lo ponen todo perdido mientras parecen interesarse sobremanera en la conversación de algún cliente, jefe o compañero con el que les gustaría, sin duda alguna, comparar la longitud del miembro viril. Sorbiendo ávidos el café, que parece que jamás hubieran comido, elevan de forma intermitente su estatura siete u ocho centímetros, balanceándose por el sistema de apoyar los dedos de los pies y elevar los talones en un magistral intento de ponerse de puntillas como la Pávlova. Mejor esto que perder en la otra apuesta…
Estos ejecutivos tipo «tente tieso» siempre me han dado qué pensar porque, con los años y mi experiencia, he observado que el número de jefes crece exponencialmente por encima de lo que debería en una sociedad inteligente y supuestamente avanzada. Y no siempre es útil, ya que necesitan de otros para realizar sus tareas. Me pregunto si estarán realmente preparados. No sé, no sé…
Nos encontramos directores de zona con adjuntos, subdirectores o «viceloquesea». Pareciera que ascender implicara no saber y solo obligara a mandar y mangonear en vez de trabajar. La función del ascendido es ser un hortera, simular, disimular, pavonearse y, eso sí, organizar videoconferencias por Teams o Skype, según les dé cada día, donde comparten sus pantallas con presentaciones que les preparan las secretarias, casi siempre mujeres, aunque también los hay secretarios, que, asimismo, les hacen los trabajos del máster semipresencial que les paga la empresa.
Así es fácil, pienso.
Mi cabeza empieza a imaginar todo tipo de cosas, que bien podría plasmar en una novela, no lo descarto, hasta seducirme con una comparación del ejecutivo inútil de turno con el político de altos vuelos en tiempos del coronavirus. Presidente, vicepresidentes y ministros… Todos tienen un número obsceno de asesores que deben pensar y resolver por ellos, por lo que deberían llamarse hacedores. Una vez constatada la similitud y teniendo claro lo que hace el político, mi reflexión vuelve al directivo del café cortado y me pregunto: ¿Y este por qué asciende?
Me viene a la memoria algo que leí hace muchos años, un principio basado en el estudio de las jerarquías en las organizaciones modernas. Laurence J. Peter, catedrático de Ciencias de la Educación de la Universidad del Sur de California, afirmó en su libro El principio de Peter que las personas que realizan bien su trabajo son promocionadas a puestos de mayor responsabilidad, hasta que llegan a uno en el que no pueden formular ni siquiera los objetivos de un trabajo, alcanzando su máximo nivel de incompetencia. Lo resumía magistralmente en estas palabras:
«En una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta su nivel de incompetencia: la nata sube hasta cortarse».
De lo que deducía dos máximas. La primera que con el tiempo todo puesto tiende a ser ocupado por un empleado que es incompetente para desempeñar sus obligaciones y la segunda que el trabajo es realizado por aquellos empleados que no han alcanzado todavía su nivel de incompetencia.
Pero yo veo una variante más cruda, me temo, y que encontramos a menudo, es cuando ni siquiera en el primer puesto que ocupó, llamémosle base, demostró el sujeto competencia alguna, sino un manejo inesperado y desproporcionado de armas seductoras y engañosas de todo tipo y condición. De ahí la necesidad de adjuntos y asesores. Ahora lo entiendo.
Recordar a Peter me lleva a determinar que conozco casos concretos, podría enumerarlos ya que de algunos he sido testigo de excepción. Casos, digo, que confirman esta doctrina como uno de los primeros principios. Acostumbrémonos a preguntarnos de cada cosa qué es en sí misma, cuál es su auténtica naturaleza. Simplicidad, que diría Marco Aurelio.
Eso es lo que he hecho, preguntarme, y, al hacerlo, he recordado alguno en que la simple ensoñación con la prometida promoción llevó al sujeto, sujeta en este caso, a tal nivel de incompetencia, que, habiendo llegado al lugar de trabajo perfecta y perversamente ataviada, se marchó, sin embargo, bastante más ligera de equipaje al olvidar una prenda fundamental de su ropa interior abandonada a su suerte tras la puerta del baño. Prenda que, al día siguiente, hallaría una aún competente señora de la limpieza.
Debió escurrírsele, sin duda. El temblor de la emoción… No sé si ustedes serán capaces de argüir otro motivo; yo, ni más ni menos, lo achaco a la incompetencia sobrevenida al presentir el ascenso o a un profundo despiste. Hay que tener en cuenta que el que prometió el ascenso era muchísimo más incompetente, si cabe. A las pruebas me remito: sigue ascendiendo. En fin, para muestra un botón, No necesitamos más ejemplos.
El principio de incompetencia de Peter se cumple, es cierto, pero para ello se hace precisa una premisa: que el máximo responsable de la organización, pongamos el CEO, haya alcanzado ya su máximo nivel de incompetencia. Y es preciso porque en la cúspide del organigrama debe deambular el más «cipotón» de todos, esto es, el que promociona los ascensos de aquellos incompetentes que, como la nata batida, suben hasta que se cortan y caen.
Política, empresa pública o privada, ¿qué más da? Lo que determina la veracidad del principio de Peter es el grado de corrupción e imbecilidad del que manda y el de felonía del que asciende. Y así es como la joven promesa que se alzaba de puntillas, café cortado en mano, se convierte en un inepto que cada vez gana más dinero y acaba liándola con algún absurdo proyecto para el que ya había demostrado la más absoluta incompetencia, solo superada por la de su mentor.
La cadena de incompetentes va in crescendo grandiosa y torpemente, mientras sus cobardes secuaces aplauden, conscientes, como son, de que, si siguen el camino y se dejan querer, llegarán a la misma cima el día menos pensado. Dios quiera que ese día lleven la indumentaria al completo.
El señor nos pille confesados.
Grandioso este Peter.